3.16.2005

En Tierra

Volvía a casa jugando con las piedras, golpeando algunas para que cayesen al azar en un sitio indeterminado, apartando con suavidad otras, depositándolas con cuidado al margen del camino.

Había sido una noche de brillo y felicidad, ya casi no recordaba la última así.

La puerta de su casa le pareció diferente, pero igual de familiar que siempre. Dentro, también le esperaba lo de siempre.

Se detuvo en la cocina a beber agua, echar algo de leche a los hurones y recordar los farolillos y guirnaldas de la verbena.

Había bailado hasta casi desfallecer, de un lado a otro, mecida por la música que la levantaba y acunaba. Había bebido mas ponche de lo que se podía permitir, como solía decir su padre hasta el último de sus días, nunca sabía donde se metía el alcohol que jamás llenaba la tripa. Había hablado y reído con la gente del pueblo, que también reían con ella, y de ella, pero hacía mucho que eso dejó de importarle.

Frente al impoluto (como cada rincón de la casa) espejo, recordó lo guapa que siempre fue. A pesar de su edad y su constitución delgada, apenas tenía alguna arruga fuera de sitio, o su dorado pelo liso alguna cana que la afeara. Era lo que la luz no reflejaba lo que debía estar mal.

Con suavidad, como cada noche, se sentó en su cama con dosel. Algunos de los hurones jugaban entre sus tobillos, conocedores del ritual de desnudez de su ama.

Sus ojos escudriñaban las rústicas lozas del suelo mientras su mirada retrocedía. Retrocedía a tiempos en los que el bosque le susurraba al oído secretos y códigos que solo debían ser para ella. A tiempos en los que el amor era una prisión y el romance era miedo. A tiempos en los que ÉL se fue, sin comprender por qué el único fuego que en ella ardía lo hacía al mirar a la entrada del bosque. A tiempos en los que la familia se convirtió en pesado trabajo. A tiempos en los que la incomprensión y la soledad no eran tan suyos como la manía de morderse las comisuras de los labios.

Con la falta de coherencia habitual que se gastan los recuerdos, le vino a la cabeza una conversación de la noche, una de tantas, creía recordar que con los padres de aquella niña tan guapa y callada.

- Se lo está pasando bien, verdad?

Le sonrieron desde la fortaleza de su pareja, con la pose de postal que solo algunos son capaces de adoptar sin vergüenza alguna.

- Sí. Ustedes no?

Respondió radiante. Demasiado.

- Sí, gracias. Es una fiesta preciosa, el pueblo está hermoso.

La conversación le venía alternada, el mecanismo ya estaba en marcha.

- Eso es. Y no solo el pueblo, miren, la gente está preciosa. Todos desnudos, esta noche nada importa, mañana que el sol juzgue de nuevo.

Hizo una pequeña pausa, analizando lo dicho, y continuó.

- Bueno, mentira. No es desnudos, es vestidos de radiantes estrellas, así es como están todos, recordando como podrían ser.

Se detuvo, no hacía falta mirar a los ojos para saber lo que venía entonces.

- Bueno, nos alegramos mucho entonces. Siga pasándolo bien. Oh... querido, esos no son los señores de Hans? Discúlpenos.

Y mientras terminaba de ponerse el camisón, solo necesitaba que apareciese alguien que le dijese que sus palabras tenían sentido. Que diluyese la amargura de su sonrisa al recordar la conversación. Que la llamase por su nombre.

Hacía tanto que solo se la llamaba como La Loca de los Hurones que casi no recordaba su nombre. Aunque tampoco es que nadie se lo preguntase.

Frotando sus pies entre las sábanas, como venía haciendo desde niña, podía escuchar al viento arañar la puerta.

Iba quedándose dormida, lentamente. Que no amaneciera no importaba mucho, casi nada. Y, por último, esa noche pensó en el mar en calma.